Pekín, Sanlitun, agosto de 2010.
Beijing, Sanlitun, August 2010.
En Sanlitun, muchas de las voces que ríen y gritan en la noche, camino de la fiesta en cualquiera de sus pubs y locales, no hablan chino. Por las calles de Pekín no se ven tantos occidentales como cabría esperar; es un detalle que sorprende al propio visitante, sobre todo ahora que China está de moda. La Gran Muralla, el Palacio de Verano, las enormes avenidas. Todas llenas de ciudadanos chinos.
Las noches de Sanlitun, sin embargo, son diferentes.
Un grupo de juerguistas pasa de largo. Una breve mirada le basta para reconocer entre ellos al tío con el que se lió hace un par de noches: sigue llevando una corbata en la cabeza, solo que esta noche es blanca. Le dijo que tenía un grupo y le preguntó si alguna vez había estado en Florida. Después gritaron Yes, we can al unísono, la euforia por Obama sigue vigente este verano. No le apetece saludar y ni siquiera sabe si le reconocería, así que vuelve la mirada y se encuentra en una plaza en la que no había estado antes.
Es un espacio extraño.
El pavimento, normalmente gris y blanco, está ahora suavemente teñido con el suave brillo rosa y azulado del enorme anuncio frente a ella. A excepción de los jóvenes hombres y mujeres de la pantalla y ella misma, no hay ni un alma en la plaza.
¿Cuál es el mensaje del anuncio, si es que es tal cosa realmente?
En la pantalla, ellos y ellas cierran los ojos con fuerza y se tapan los oídos. Ella no percibe nada fuera de lo común en torno a sí, por lo que parece como si estuviesen recibiendo información privilegiada, y también desconcertante, de sus sentidos.
Algo que ella no puede ver ni oír flota en el pesado aire nocturno de Pekín.
De repente, le asalta la sensación de encontrarse en otro planeta, una atmósfera solitaria y de tecnología punta.
Sus habitantes no quieren oír, no quieren ver, no quieren hablar.
Entonces su propio grupo le llama y se marcha, aliviada.
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