sábado, 22 de junio de 2013

Votos de felicidad


Granada, Catedral, 15 de junio de 2013.
Granada, Cathedral, 15 June 2013.

"¿...Prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarla y respetarla todos los días de tu vida?"
Recordaba aún aquel voto de memoria. No solo por haberlo oído mil veces en las películas, no. Es que él, por aquel entonces, era muy creyente, y aquellas palabras del cura, a la vez solemnes y tiernas, que para eso el pobre hombre lo conocía a él desde bien chico, le emocionaron profundamente allí en el altar.
No habían tenido nunca un duro de sobra, y ni siquiera parecía entonces una vida fácil, pero él a Emilia la adoraba. Vaya que si la adoraba. El suelo que su Emi pisaba, él lo habría besado. Su santa era, y una cría, como quien dice, la Emi, como él mismo, cuando se conocieron y se casaron. Lo tontos que eran los dos.
Se acordaba él perfectamente de la primera vez que salieron juntos, vaya, con aquel vestido de flores que la tía abuela del bigote le había cosido por su santo del año pasado, y la tía abuela viuda, más benigna y también más feliz y libre, le había retocado.
Que con ese falso tan largo te ibas a quedar para vestir santos, niña le gustaba recordar más tarde a Emilia, se reía ella con ganas cuando se acordaba de la historia del vestido, le venía a la cabeza a veces, cuando estaban juntos en el dormitorio.
Ahí eran felices. Y luego también, en el fondo, ahora se daba cuenta, tarde pero lo veía. Lo que pasa es que luego vinieron los problemas. A él le echaron del trabajo y solo quedó lo que sacaba Emilia de dependienta en aquella tienda, y más tarde fregando también casas, y él siguió en el paro y le entró la pena negra. Borracho no es que fuera entonces, eso no, pero no tenía él que haber bebido tanto. Ahí todavía no. No le hacía falta, ahí. Violento nunca, eso sí. Ni esto. La Emi a él solo le aguantó las lloreras, la depresión, todo el negro que veía. Y de penas también tenía lo suyo, ella. 
—Yo no digo muchos —pensaba Emilia en voz alta, cuando ya no podía más en silencio—. Muchos no, que no da el dinero y tampoco es plan. Pero siquiera la parejita podíamos tener. Siquiera un niño.
No supieron bien nunca por qué no pudo ser. En algún momento ella se resignó a que no pudiera ser y entonces, cuando él estaba triste o vencido, lo acunaba sin darse cuenta como al crío que jamás vendría. Y entonces él se sentía culpable, porque aunque al principio también quería él su propia familia, secretamente había aceptado mucho antes que ella su ausencia. Quizá hasta fuera su propia culpa, al final. Por renunciar primero.
El cáncer sí que llegó, sin embargo. 
Se la comió enterita, el puto cáncer, a la pobre Emilia. Y se la comió despacito, además. Se tomó su tiempo, la cosa aquella. Y ya no quiere recordar más, y por eso acabó como acabó nada más morir ella, y por eso ahora sí que es un borracho y además poco le importa.
Se ha imaginado muchas veces que va a lo alto, a San José, y se muere bajo el nicho de ella, pero sabe que eso no va a pasar.
Con los ojos brillantes y húmedos, mira a su perra, echada junto a él en las escalinatas de la Catedral, adormilada por el calor, y le pasa una mano por el pelaje basto. Quién coño le mandaría a él plantarse allí justo después de una boda, para ponerse a pensar.
—Emi. Emi, bonita, tira. Venga, que nos vamos.
Al principio le dio apuro, ponerle ese nombre a una perra. Luego se dio cuenta de que ese era el único nombre que él quería pronunciar, y entonces le dio igual.

***

—¿Pero cuándo viene?
—Sabes que ella siempre llega tarde.
La ausente formaba parte de aquella hermandad temporal, femenina e internacional que se había fundado aquel curso en Granada. Todas estudiantes extranjeras, uno u otro programa de sus respectivas universidades las había reunido allí, y el centro de lenguas local hizo que se conocieran. Después, noches de fiesta, cenas multiculturales en pisos de estudiantes, viajes, percances y otras aventuras las convirtió en amigas. Un tapiz de acentos estadounidenses, británicos, mediterráneos, eslavos. Y una maraña de historias, una pequeña muestra concentrada de las relaciones humanas en los nueve meses que dura un curso académico.
—A lo mejor no viene.
—A mí me dijo que sí. Iba a pasar la mañana con Nico, comía con él en su piso y luego venía.
Eso era lo que llevaba todo el rato temiendo y deseando oír. Con Nico. Chiara y Nico, Nico y Chiara. Él era otro conocido de las noches Erasmus en el Sacromonte, un español que estudiaba allí Derecho. Ojos y pelo oscuros, piel morena, como si el bronceado le durase de un verano a otro. Cabrón.
—Mientras no venga ahora con ella...
—No va a venir, Jana. Ella sabe que tú no quieres. 
Ella, otra igual. Su mejor amiga hasta que tuvo la oportunidad de enganchar a Nico. No hacía ni un mes desde la última vez que él había estado en su piso, con ella, Jana, y a la otra le había faltado tiempo para tirarse a él. Ahora Nico seguía yendo al piso, solo que ella lo había dejado, enferma de celos.
Jana, no seas injusta tampoco.
—Yo no digo nada —las dos sonreían y fingían hablar de cualquier otra cosa, para que las otras no se dieran cuenta.
—Ya, pero se te nota mucho.
Había llegado a la ciudad enamorada de ella antes incluso de recorrer sus calles. Ahora, hacía tiempo que ya no sabía mirarla sin él en la cabeza, como un tumor mortal alterándole el cerebro. Cuando la dejase, se alegraría y lloraría al mismo tiempo por ella. Por haber perdido su sueño de venir aquí.

***
¡Cuántos colores! El rojo y blanco de las rosas, y los confetis diminutos de plata y rosa, y el blanco del arroz. Mamá le había explicado por qué en las bodas se tiraba arroz. La abuela Julia le había dicho que luego salía el cura, lo barría y con lo que juntaba se hacía una paella.
—Hay que ver las cosas que le dices a la niña —pero todos se reían, porque la abuela Julia era genial.
Le parecía tan bonito todo, que pensaba coleccionar confeti y pétalos y arroz de bodas. Tenía un frasquito de esos de cristal para la mermelada, y ahí echaba lo que recogía cada vez que iba de paseo y pasaba cerca de los restos de alguna boda. O cuando la prima Clara se casó el mes pasado. Casi toda su colección, en realidad, salía de la boda de la prima Clara.
—Cuando sea mayor y me case, le daré a la gente el frasco para que me tire todo lo que tengo guardado de ahí, y así será como si mi boda fuesen muchas bodas.
Mamá le había mirado un momento, como extrañada, y luego había sonreído y le revolvió el pelo, y la llamó ratona.

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